domingo, enero 02, 2011

Los ecos de un estrépito

Natalia Gaitán fue asesinada en marzo de este año que está terminando. Recibió un tiro en el pecho de parte de un familiar de su novia por ser lesbiana. Una manifestación extrema de un odio enquistado y amparado por el silencio y la indiferencia que no se termina por ley.

Por Valeria Flores

“Yo soy Natalia Gaitán”, reza el sticker gigante elaborado por las Cruzadas, grupo lésbico de Tucumán, para el último Encuentro Nacional de Mujeres realizado en Paraná. Muchas lo usamos en la marcha y, luego, lo guardamos para exhibirlo en las actividades públicas de nuestras ciudades como ejercicio de memoria. Fusilada por lesbiana. Con 27 años, Natalia Gaitán recibió un disparo a quemarropa en la madrugada del 7 de marzo de este año, en la ciudad de Córdoba. Daniel Torres, el padrastro de su novia, apretó el gatillo. Se desangró a la sombra de una institución llamada heterosexualidad obligatoria. La ambulancia del hospital público demoró en llegar, mientras la policía peritaba en su sangre algún hecho delictivo. El poder corrosivo de la pobreza actuó de manera decisiva otra vez, una más.

A casi 10 meses de su asesinato, la mudez del estruendo comienza a filtrarse, silenciosa y hondamente, en el frenesí de la vida. Porque la muerte de una lesbiana se eclipsa fácilmente en el árbol piramidal de los muertos del pueblo. Es una. Es lesbiana. Es pobre. Es marimacho. Es del interior. Conjugación en presente por todas las Natalias, por todas las lesbianas que sobrevivimos en la espantosa trama del odio. Es una muerte que se vuelve borrosa a los ojos del triunfalismo del matrimonio igualitario, desdibujándose en hilos de humo, que alertan que la discriminación, la hostilidad y la violencia hacia las lesbianas es endémica. Y también es una muerte que incomoda, que boicotea las sonrisas de funcionarios/as oficiales y de las grandes organizaciones Glttbi, porque alumbra la descarnada fuerza con que se ejercita –en este caso– la lesbofobia en nuestro país, aunque no sea excluyente de estas fronteras. La “felicidad gay friendly”, tan declamada y publicitada, es el privilegio de unos pocos y no se federaliza tan fácilmente.

El asesinato de Natalia muestra que hay una compleja, ardua y persistente tarea por hacer: desarmar la trama institucional y simbólica de la lesbofobia, expresión singular del régimen político de la heterosexualidad. Tarea para la que no hay fotos, ni reconocimiento mediático, ni premios destacados. Tarea para la cual la corrección política deviene una impensada aliada de la atrocidad, porque la respetabilidad exige disciplinamiento a los órdenes protocolares de la ciudadanía y, muchas veces, es el protocolo mismo el que nos enmudece. Tarea que nos convoca en el día a día, en el cuerpo a cuerpo, en la palabra a palabra, en el beso a beso. Así, en la cercanía de los platos que se alistan para saciar el hambre, como en el comedor comunitario que Natalia sostenía con su mamá, Graciela Vázquez. Escenario del apetito colectivo y, también, el de Natalia, porque fue allí donde conoció a su novia. En medio de bocas prestas al alimento compartido, se hizo lugar a ese bocado que a las lesbianas, aún hoy, se nos hace escurridizo. Porque el deseo lésbico se esconde, destella y se apaga en todo lugar, en ningún lugar, y hay que estar atenta al fulgor para dar con el domicilio agazapado.


Una vez más hay que decir que la lesbofobia causa estragos en nuestras vidas, desde las formas más cruentas hasta las más sutiles, pero no menos perniciosas. Los insultos y burlas sistemáticas, las amenazas, las sanciones y extorsiones afectivas, la imposibilidad o negación de otorgarle existencia a nuestro deseo, el encierro doméstico, la expulsión de nuestras familias, el deseo de muerte por parte de los progenitores, la pronta psicologización, la oscilación polarizada entre la hipersexualización y la desexualización, la atención ginecológica bajo presupuestos heterosexistas, los golpes y el maltrato, las violaciones rectificadoras y las que no, el aislamiento, la pérdida de la tenencia de los hijos e hijas, el hostigamiento heterosexista, el temor a perder el trabajo, las dificultades laborales por portar una expresión de género masculina, la estigmatización y hasta el asesinato, son algunas de las expresiones de una política del odio, que no se acabaron con la aprobación del matrimonio igualitario; apenas, y con mucho esfuerzo militante, con un plus especialmente de aquellas organizaciones Glttbi que activan sin grandes financiamientos, empiezan a visibilizarse y cobran cierto grado de legitimidad en la agenda política. Todas estas manifestaciones represivas, y opresivas, de un sistema sexo-político que se rige por el predominio de un modelo impuesto como único y válido, heterosexual y monogámico, componen una ecuación de vulnerabilidad que obliga a las lesbianas a resolverla en el día a día, muchas veces con resultados imprevisibles. Porque esta ecuación se torna más dificultosa –y hasta mortífera– cuando el cuerpo es atravesado por otras coordenadas de diferenciación que se traducen en desigualdades, como la clase, la expresión de género, la nacionalidad, la edad, la filiación política, entre otras. Porque, fundamentalmente, la lesbofobia expresa el consenso tácito que hace del silencio la fórmula para la impugnación de nuestras identidades lésbicas, a través de una cuadrícula de impunidad y coacción que regula la estabilidad y coherencia del sistema sexo-genérico binario, tratando de garantizar la normalidad en cada cuerpo, con el sexo adecuado, el género correspondiente y el deseo apropiado.

Pepa, como le decían a Natalia en el barrio, tal vez hubiera mirado Gran Hermano y se habría sorprendido del “orgullo de torta” clamado por Luz, una de las integrantes del programa, en el que, paradoja mediante, el closet como régimen de (in)visibilidad y (des)conocimiento se redefine como una gran casa de intimidades mercantilizadas para el consumo, con un dispositivo de confesión de alcance masivo. O, tal vez, a Pepa nada la habría inquietado. O tal vez no hubiera visto el programa. Especulaciones espurias de quien escribe esta nota. Porque le quitaron la oportunidad de verlo. Porque básicamente le quitaron la vida por lesbiana. Esquirlas de su muerte se dispersan en todas direcciones. Unas rozan banderas, otras agujerean consignas o se incrustan en las paredes de oficinas y juzgados. Algunas rebotan en las vallas de la indiferencia y el olvido.

La amnesia no puede indemnizar la tristeza y la bronca frente al horror. La exigencia de “Justicia por Natalia” no puede ser deglutida en un pasado excepcional. Es la resonancia del estruendo, su vigencia tangible en la herida, la que nos conmina a diseminar una frondosa acción afirmativa y desiderativa por la condena de quien gatilló, pero también por todas las vidas que encarnamos diferentes cuerpos e identidades, y que latimos con la crueldad azuzando nuestra respiración. Entonces, tal como Clarice Lispector inicia el relato en Un soplo de vida: “Esto no es un lamento, es un grito de ave de rapiña. Irisada e intranquila. El beso en el rostro muerto”.

Valeria Flores